Cuando hablamos
de la postura de una persona, por esta sola palabra no está claro si nos
referimos a lo corporal o a lo moral. De todos modos, esta ambivalencia
semántica no da lugar a confusión, puesto que la postura exterior es reflejo de
la interior. Lo interno siempre se refleja en lo externo. Así hablamos, por
ejemplo, de una persona recta, casi siempre sin darnos cuenta que la palabra
rectitud describe una postura corporal que ha tenido importancia capital en la
Historia de la Humanidad. Un animal no puede ser recto porque todavía no se ha
erguido. En tiempos remotos, el ser humano dio el trascendental paso de
erguirse y dirigió su mirada hacia arriba, al cielo: así consiguió la
oportunidad de convertirse en Dios, y, al mismo tiempo, desafió el peligro de
creerse Dios. El peligro y la oportunidad del acto de erguirse se reflejan
también en el plano corporal. Las partes blandas del cuerpo, que los
cuadrúpedos mantienen bien protegidas, en el hombre están expuestas. Esta falta
de protección y mayor vulnerabilidad lleva aparejada la virtud polar de mayor
apertura y receptividad. Es la columna vertebral lo que nos permite mantener la
postura erguida. Da al ser humano verticalidad, movilidad, equilibrio y
flexibilidad. Tiene forma de S doble y actúa por el principio del amortiguador.
La polaridad de vértebras duras y discos blandos le da movilidad y
flexibilidad.
Decíamos que la
postura interna y la postura externa se corresponden y que esta analogía se
expresa en muchas frases hechas: hay personas rectas y derechas y también las
hay que se doblegan con facilidad; conocemos a gente rígida e inflexible y a
los que se arrastran fácilmente; a más de uno le falta rectitud. Pero también
se puede tratar de modificar artificialmente la firmeza externa a fin de
simular una firmeza interna. Por eso el padre dice al hijo: «¡Ponte derecho!», o: «¿Es que no puedes
erguir la espalda?» Y así se entra en el juego de la hipocresía.
Después, es el
Ejército el que ordena a sus soldados: «¡Firmes!»
Aquí la situación se hace grotesca. El soldado tiene que erguir el cuerpo pero
interiormente debe doblegarse. Desde siempre, el Ejército se ha empeñado en
cultivar la firmeza externa a pesar de que, desde el punto de vista estratégico
es, sencillamente, una idiotez. Durante el combate, de nada sirve marcar el
paso ni cuadrarse. Se necesita cultivar la firmeza externa únicamente para
deshacer la correspondencia natural entre la firmeza interna y la externa. La
inestabilidad interna de los soldados aflora en el tiempo libre, después de una
victoria y en ocasiones parecidas. Los guerrilleros no tienen esa actitud
marcial, pero poseen una identificación interna con su misión. La efectividad
aumenta considerablemente con la firmeza interior y disminuye con la simulación
de una firmeza artificial. Comparemos la rígida actitud de un soldado que
permanece con todas sus articulaciones bien rígidas con la del cow–boy, que
nunca sacrificaría su libertad de movimientos bloqueándose las articulaciones.
Esa actitud abierta, en la que el individuo se sitúa en su propio centro, la
encontramos también en el Tai Chi.
Toda postura que
no refleja la esencia interior de una persona nos parece forzada. Por otra
parte, por su postura natural podemos reconocer a una persona. Si la enfermedad
obliga al individuo a adoptar una postura determinada que voluntariamente nunca
asumiría, tal postura revela una actitud interna que no ha sido vivida, nos
indica contra qué se rebela el individuo.
Al observar a una
persona, hemos de distinguir si se identifica con su postura externa o si tiene
que adoptar una postura forzada. En el primer caso, la postura refleja su
identidad consciente. En el segundo, en la rigidez de la postura se manifiesta
una zona de sombra que él no aceptaría voluntariamente. Así, la persona que va
por el mundo erguida, con la frente alta, muestra cierta inabordabilidad,
orgullo, altivez y rectitud. Esta persona podrá, pues, identificarse
perfectamente con todas estas cualidades. Nunca las negaría.
Algo muy distinto
ocurre, por ejemplo, con el mal de Bechterew, con la típica forma de tallo de
bambú de la columna vertebral. Aquí se somatiza un egocentrismo no asumido
conscientemente por el paciente y una inflexibilidad no reconocida. En el
morbus Bechterew, con el tiempo, la columna vertebral se calcifica de arriba
abajo, la espalda se pone rígida y la cabeza se inclina hacia delante, ya que
la sinuosidad de la columna vertebral en forma de S ha sido eliminada o
invertida. El paciente no tendrá más remedio que admitir lo rígido e inflexible
que es en realidad. Análoga problemática se expresa con la desviación de la
columna: en la giba se manifiesta una humildad no asumida.
Lumbago
y ciática
Con la presión, los discos de cartílagos
situados entre las vértebras, especialmente los de la zona lumbar, son
desplazados lateralmente y comprimen nervios, provocando distintos dolores,
como ciática, lumbago, etc. El problema que revela este síntoma es la
sobrecarga. Quien toma mucho sobre sus hombros y no se da cuenta de este
exceso, siente esta presión en el cuerpo en forma de dolor de espalda. El dolor
obliga al individuo a descansar, ya que todo movimiento, toda actividad, causa
dolor. Muchos tratan de eliminar esta justa regulación con analgésicos, a fin
de proseguir sus habituales actividades sin obstáculos. Pero lo que habría que
hacer es aprovechar la oportunidad para reflexionar con calma sobre por qué se
ha sobrecargado uno tanto, para que la presión se haya hecho tan grande. Cargar
demasiado revela afán de aparentar grandeza y laboriosidad, a fin de compensar
con los hechos un sentimiento de inferioridad.
Detrás de las
grandes hazañas, siempre hay inseguridad y complejo de inferioridad. La persona
que se ha encontrado a sí misma no tiene que demostrar nada sino que puede
limitarse a ser. Pero, detrás de todos los grandes (y pequeños) hechos y gestas
de la Historia, siempre hay personas que fueron impulsadas a la grandeza
externa por un sentimiento de inferioridad. Con sus actos, estas personas
quieren demostrar algo al mundo, aunque en realidad nadie les exige ni espere
de ellas tal demostración, excepto el propio sujeto. Siempre se quiere
demostrar algo, pero la pregunta es: ¿el qué? Quien se esfuerza mucho debería
preguntarse lo antes posible por qué lo hace, a fin de que el desengaño no sea
muy grande. La persona que es sincera consigo misma, hallará siempre la misma
respuesta: para que me lo reconozcan, para que me quieran. Desde luego, el
deseo de amor es la única motivación del esfuerzo que se conoce, pero este
intento siempre fracasa, ya que éste no es el camino para alcanzar el objetivo.
Porque el amor es gratuito, el amor no se compra. «Te querré si me das un millón», o «Te querré si eres el mejor
futbolista del mundo», son frases absurdas. El secreto del amor
precisamente es no imponer condiciones. El prototipo del amor lo encontramos, pues,
en el amor materno. Objetivamente, un bebé sólo representa para la madre
molestias e incomodidades. Pero a la madre no le parece así, porque ella quiere
a su bebé. ¿Por qué? No tiene respuesta. Si la tuviera no tendría amor. Todos
los seres humanos —consciente o inconscientemente— anhelan este amor puro e
incondicional que es sólo mío y que no depende de cosas externas ni grandes
hazañas.
Es complejo de
inferioridad creer que la propia persona no pueda ser admitida tal como es.
Entonces el individuo trata de hacerse querer, con su destreza, su
laboriosidad, su riqueza, su fama, etc. Utiliza estas trivialidades del mundo
exterior para congraciarse, pero aunque ahora le quieran, siempre le quedará la
duda de si se le quiere «sólo» por su trabajo, su fama, su riqueza, etcétera.
Se ha cerrado a sí mismo el camino del verdadero amor. El reconocimiento de
unos méritos no satisface el afán que indujo al individuo a esforzarse por
adquirirlos. Por ello es conveniente afrontar conscientemente, a su debido tiempo,
el sentimiento de inferioridad: el que no quiera reconocerlo y siga
imponiéndose grandes esfuerzos sólo conseguirá empequeñecerse físicamente. El
aplastamiento de los discos le hace más pequeño y los dolores le obligan a
encorvarse. El cuerpo siempre dice la verdad.
La misión del
disco es dar movilidad y elasticidad. Si un disco es pellizcado por una
vértebra que ha sido castigada, nuestro cuerpo se agarrota y adoptamos una
postura forzada. Análogas manifestaciones observamos en el plano psíquico. Una
persona «agarrotada» no tiene
flexibilidad: está rígida, paralizada en una actitud forzada. Se libera a los
discos aprisionados por medio de la quiropráctica, se extrae a la vértebra de
su posición forzada y, por medio de una brusca sacudida o tirón, se le da la
posibilidad de recuperar una posición natural (solve et coagula).
También las almas
pueden desbloquearse como una articulación o una vértebra. Hay que darles una
sacudida fuerte y brusca para darles la posibilidad de reorientarse y
centrarse. Y los que sufren el bloqueo mental temen esta sacudida tanto como
los pacientes la mano del quiropráctico. En ambos casos, un fuerte crujido
indica el éxito.
Muy exacto,,,,,,,muchas gracias por este blog,,,, muy interesante,,,,,,y muy cierto
ResponderEliminarsaludos....JUlio